El Día de Muertos es una celebración tradicional mexicana que inspiró a otras zonas de Latinoamérica a honrar a los muertos. Tiene lugar los días 1 y 2 de noviembre y está vinculada a las celebraciones católicas de Día de los Fieles Difuntos y Todos los Santos[1].
Desde etapas tempranas en México Prehispánico
los entierros humanos eran depositados de forma directa, en sus propias casas, ya
sea de forma directa o indirecta (tumba), donde se le colocaban algunos objetos
cerámicos, instrumentos musicales, implementos de lítica tallada, entre otros[2].
Los mexicas creían que la
vida ultraterrena del difunto podía tener cuatro destinos. Uno de estos era el Tlalocan o
paraíso de Tláloc, dios de la lluvia. A este sitio se dirigían aquellos
que morían en circunstancias relacionadas con el agua: los ahogados, los que
morían por efecto de un rayo, los que morían por enfermedades como la gota
o la hidropesía, la sarna o las bubas, así como también los
niños sacrificados al dios. El Tlalocan era un lugar de reposo y de abundancia.
El otro lugar era el Mictlán, destinado a quienes morían de muerte
natural. Este lugar era habitado por Mictlantecuhtli y Mictecacíhuatl, señor y
señora de la muerte. Era un sitio muy oscuro, sin ventanas, del que ya no era
posible salir. El camino para llegar
al Mictlán era muy tortuoso y difícil, pues para llegar a él las
almas debían transitar por distintos lugares durante cuatro años[3].
Luego de este tiempo, las almas llegaban al Chicunamictlán, lugar donde
descansaban o desaparecían las almas de los muertos. Para recorrer este camino,
el difunto era enterrado con un perro de color bermellón llamado Xoloitzcuintle,
el cual le ayudaría a cruzar un río y llegar ante Mictlantecuhtli, a quien
debía entregar, como ofrenda, atados de teas y cañas de perfume, algodón (ixcátl),
hilos colorados y mantas. Quienes iban al Mictlán recibían, como
ofrenda, cuatro flechas y cuatro teas atadas con hilo de algodón[4].
El tercer lugar era el Omeyocán, paraíso del sol, presidido por Huitzilopochtli,
el dios de la guerra. A este lugar llegaban sólo los muertos en combate, los
cautivos que se sacrificaban y las mujeres que morían en el parto. El Omeyocan era
un lugar de gozo permanente, en el que se festejaba al sol y se le acompañaba
con música, cantos y bailes. Los muertos que iban al Omeyocan, después de
cuatro años, volvían al mundo, convertidos en aves de hermosas plumas
multicolores.
También se dice que estaba el ¡Chichihuacuauhco!, lugar
a donde iban los niños muertos antes de su consagración al agua donde se encontraba
un árbol de cuyas ramas goteaba leche, para que se alimentaran. Los niños que
llegaban aquí volverían a la tierra cuando se destruyese la raza que la
habitaba. De esta forma, de la muerte renacería la vida.
A la llegada de los españoles documentaron las costumbres funerarias y
los lugares a donde reposaban los difuntos de época prehispánica; al introducir
sus propias costumbres y rituales, los españoles comenzaron una transformación gradual
que derivo en un sincretismo que consistió en mezclas de época prehispánica y europea[5].
Es aquí que se toma la decisión de hacer coincidir las festividades católicas
del Día de todos los Santos y Todas las Almas con el festival similar
mesoamericano, creando el actual Día de Muertos.
Las pandemias que azotaron a los indígenas, acelero la creación
de cementerios fuera de las ciudades, lo que llevo a comenzar la colación de
ofrendas dentro de las casas para que los difuntos pudieran regresar cada primero
y dos de noviembre. En un principio se decía que eran los de clase alta los que
llegaban primero por la mañana a los cementerios; después en la tarde los que tenían
menos poder adquisitivo. El color negro se usaba para acompañar a sus difuntos
en el cementerio.
El día de muertos ha sido cuestionado por antropólogos e
historiadores como un origen prehispánico, del cual estamos de acuerdo. La antropóloga
Elsa Malvido, logro demostrar que no hay un origen prehispánico, sino que es el
resultado de una practica que surge por el siglo XVIII y se consolida en el XIX[6].
Es un movimiento que forma parte del nacionalismo posrevolucionario. La practica de honrar los difuntos surge con
la creación de cementerios, cuya influencia por indígenas que difieren por regiones se le fue
incorporando practicas culinarias como es pan de muertos, calaveritas de dulce,
el pib yucateco y otros platillos y dulces típicos de la fecha; además de bebidas
y comidas que el difunto disfrutaba en vida.
No podemos dejar a un lado que un altar de muertos tradicional debe llevar rimas, grabados de papel, calaveritas de azúcar, pan de muerto, flores, cruz, calabaza en tacha, papel picado, copal o incienso, comida, bebida alcohólica, arco de caña o flores, doce cirios, vaso con agua, sal, retrato de la persona a la que dedicamos, pintura de Animas del Purgatorio, entre otras variantes más modernas[7].
[1] Mardones, Pablo; Mardones, Pablo (00/2020). «Migrar, morir y seguir perteneciendo. El Día de los Muertos centroandino del cementerio de Flores de Buenos Aires». Estudios atacameños (64): 361-390. ISSN 0718-1043
[2] Ochoa, J. (1974). La muerte y los muertos. México: SepSetentas.
[3] Almeida, A. (2009). Altar de Muertos: una tradición
[4] Florescano, E. (1995). Mitos mexicanos. México:
Aguilar Nuevo Siglo.
[6] Universidad Nacional Autónoma de México
(1998). Ofrenda de Muertos. México: UNAM.
[7] Revista Disfruta Xochimilco, ayer y hoy.
Especial de Día de Muertos. No. 5, octubre de 2004. Xochimilco, México,
D.F.
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